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Tenía 32 años. Estaba en ese punto de la carrera de cualquier periodista, donde ya no eres tan joven para ser la nueva sensación del mundo del periodismo, galardonada con inútiles premios como el de la “revelación del año” o atribuido con rasgos como el de mayor potencial; ni eres tan viejo que tienes la vida hecha, y te puedes dedicar a gastar todos tus ahorros en extravagancias, fumas pipa en el escritorio donde solías publicar artículos ganadores de premios Pulitzer, utilizando de cenicero aquel ex-nacedero de noticias y eres entrevistado por el simple hecho de haber realizado algo medianamente relevante en el pasado.
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Era un frío y gris martes, entré a la oficina donde tenían el aire acondicionado a lo máximo de su capacidad. Me saludó el guardia, y me preguntó como estaba, en tono cortante le contesté que cansado de ser feliz. Saludé a mis hipócritas compañeros, que siempre cubrían las noticias que resultaban convenientes para sostener su agenda política. De repente, sonó mi teléfono. —Es muy temprano— pensé, si es tan importante va a escribir por mensaje. Cuando el sonido de las notificaciones insistió con firmeza, supe que algo estaba pasando.

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Al leer el nombre temblé, y me hirvió la sangre como furiosos caudales de lava. Siempre me tocaban los peces gordos, algo que si bien me traía el pan a la mesa, me llevó a conocer gente que te causa pesadillas de tan solo intercambiar dos palabras. Intenté protestar ante la injusta designación, si a mi compañera Cecilia, que ya iba por su quinto divorcio, siempre le tocaba entrevistar a líderes de ONGs. O Manolo, que no pasaba día sin alardear de cómo lograba esquivar el pago de impuestos, tenía la insignificante tarea de reportar las relaciones de figuras mediáticas. Ante mi queja, mi jefe me envió un mensaje fulminante, con múltiples signos de exclamación y me dijo que si no “agarraba el laburo” iba a encontrar alguien que lo hiciera. Y muy fácilmente. Por más que quisiera, supe que no podía perder mi trabajo, especialmente con la gravísima crisis que estaba atravesando el país. Tomé la carpeta marrón, que tenía manchas de humedad, y leí su nombre, expediente de antecedentes criminales y su alegato contra el juez. No se arrepiente de absolutamente nada. Alisté mi escudo y espada en forma de lápiz y cuaderno, y me dirigí a la cárcel donde se encontraba.
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El policía me pidió mis datos personales, a quién visitaba, y por qué. Ni yo lo sabía, gente como él merecía ser despojada de cualquier contacto con el mundo exterior, sin embargo, mi trabajo era el de entrevistarlo. A regañadientes, me dejó pasar, aunque me avisó que no iba a sacarle mucha información para mi amarillista periódico. Ignoré su burla, y bajé por el ascensor.

El ascensor bajó, y con un molesto chirrido abrió sus puertas. El aire era espeso en el último piso, donde estaban encerrados los criminales más nefastos, que habían cometido las peores calamidades. Caminé hasta llegar a la última celda, de la persona que estaba buscando. Allí estaba, relajado en su diminuta habitación de ladrillo y hierro. El guardia me abrió la puerta y quedé encerrado, en los mismos metros cuadrados que aquel inhumano.

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